Estoy fumando un cigarrito
en la vereda adoquinada de la vida
y es preciso estar así,
contemplando desde afuera,
sin involucrarme genuinamente con el mundo
que a veces me resulta tan extraño y repulsivo
a mi propia naturaleza
y otras veces me arrastra con sus remolinos.
Así,
sin vivir ni morir,
tendida en el angosto lado
entre la desesperación y el salto de fe que no llega.
Acá donde no se ve
quién dobla por la esquina.
Y sin embargo palpita el irrefrenable deseo
de tener con quién compartir
un solo llanto bien llorado en el sillón
-a lo Girondo-
y el irremediable después
de abrazos compositores de calma
y de poesía plétora y no vacua,
de vida,
al fin y al cabo,
de aquello a lo que quiero aferrarme
cuando no queda nada más
(que liviandad insoportable).