martes, 23 de abril de 2019
Casi cuatroscientos días
Si después de tanto tiempo la herida todavía supura, si todavía no cicatriza ni se recupera del todo, si ya no hay rehabilitación posible no sé qué más debería haber. Será que como dicen las viñetitas del Grego, el amor para un salero más que incondicional es pluscuamperfecto. Y ahí se estalactizan todas las metáforas del mundo: sólo imágenes de un pasado anterior al pasado mismo pueden ser esa cosa análoga a la ternura, a nuestras miradas cómplices primeras, a nuestras sonrisas de sólo el uno para el otro y la cofradía también de los tuyos y los míos que nos sabían igualmente el uno para el otro, como dos niños tontos que no hacen más que jugar un mismo código como fuera el nuestro, de chocolates con maní y pedales en dirección oeste. Si yo sé bien que no me voy a poder desprender nunca del todo de nuestras osadías de ciclismo nocturno rodeando la terminal por Santa Fe y Avellaneda hasta la cortada, ni de la tendida de ropa para que no se pudra con ese gesto de desenfado que heredabas de tu vida nómade aunque entonces querías anclas. Y que las anclas no alcanzaban ni alcanzarían a ninguna parte porque tu espíritu inquieto te seguiría llevando, de la amarra de mi amor incondicional hacia la inseguridad de que algo tan firme sufriera terremotos que eran sólo espejismos de los fantasmas de un mal sueño de tu pasado, y que los volviste ciertos nada más que para darles sentido emigrando como las palomas el día que sin saber bien por qué te ibas de nuestro nido para siempre. Aunque ni sabíamos que sería otra vez para siempre.
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