Quiero remontarme en el tiempo,
hasta mi fecundidad,
si es que la tuve.
Allá por mis catorce años,
cuando las turbulencias empezaron
a arremolinarse.
Cuando las tres de la mañana empezaron
a ser una hora de referencia,
no porque las campanadas soltaran
espíritus malignos y chocarreros, sino porque la tendencia
poética
empezaba a asomar.
Y sí resultó algo parecido.
A las cuatro de la mañana batía
café y convocaba
a mis fantasmas.
Ellos
se sentaban a mi mesa,
no conformes.
Un fantasma nunca
se conforma con uno
ni uno con ellos,
sino peor,
se confirman
y te constituyen.
Igual las sombras, que se dilatan
con el crecer del tiempo
-que no existe ni evoluciona ni crece-
yo quiero remontarme a eso que se parece
a mi fecundidad perdida.
Cuando la poesía sobrevenía detrás
de las horas de una existencia igual
de patética que ahora pero con mucha
más reverberancia.
Y me resulta agobiante la falta.
Por cada vez que amé pude decir una verdad, y poco menos.
Ahora todo lo que sé ya no está,
tengo todo lo que me falta.
No pude por entonces entender
qué significaba Yorke por
la distancia de Vestidos,
dieciséis años y apenas una complexión
por el vacío y su representación poética.
Años después, Simón con un delantal en común y sólo el silencio me hicieron dimensionar qué tamaño tiene la soledad, lo que es lo mismo a la incapacidad de entenderse con nadie.
Siempre supe que apenas
mis fantasmas podían interpelarme.
Si alguna vez escribí, no fue por mí,
fue para ellos. Para ensayar demostraciones
ni siquiera de miedo ausente,
sino de batalla consagrada.
Salí derrotada,
es cierto.
He abandonado la poesía porque
me abandoné a mí misma y a una suerte
que conozco puta pero no estéril.