(A un discípulo anónimo y sangrante.)
Me obnubila tu tersura de tintas,
la ausencia de arrugas del manantial furioso de tu cauce,
la límpida espesura del papel de tus constelaciones.
Tu corrupción sin mancha,
tu andar descalzo,
tu cara lavada por la mañana.
Porque eres etéreo, sin nombre
y te deshaces fácilmente.
Porque te animas y te cambias el rostro,
y te escribes el rumbo
o te cortas las manos.
Por tu indescifrable llanura,
por la desolación de tus valles desiertos,
te vuelves cielo y después agua,
te vuelves nube y te respiro.
Qué sosiego sucio e infinito,
qué culpable frío y silencio,
qué crueldad la de tu ausencia,
qué esperpento en tu relato
que en otro tiempo fue un mar interior.
Y así te trazas, te dibujas
en tu sinfín de variadas intensidades
y tu remanso se vuelve poco profundo
y te invades de viento, y me desesperas
y te invoco pero no encuentro.
Qué desahuciada recorrí las calles,
con qué acedia te inventé otros nombres
y luego me acometió el llanto.
Cada vez que te vas
siento la ausencia de la patria,
el vacío de lo propio
de algo que nunca será mío.
Pero te manifiestas en oleadas
y regresas reverdecido
con tus flores y tu fauna,
y te inventas de nuevo
y te naces alfaguara.
Con qué acidez me embisten tus miradas,
qué embriagadores los besos en el cuello,
las manos por la espalda,
qué sutil murmullo tu paisaje,
el remanso de tu regreso.
Pero te maldigo,
porque te vuelves
y te escondes en el viento
suponiendo el olvido
y me soplas el infierno,
y me creas la grieta
y me otorgas el frío,
y me traes la crudeza
y yo te quiero conmigo.
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