En el espejo está la Otra,
apenas si la puedo mirar a los ojos.
Me acorraló el cansancio,
ella se burla de mí por atreverme a indicarle un destino.
Mi mirada busca el suelo
como queriendo configurar el mundo, las distancias,
como queriendo nombrarlo todo por vez primera
pero hay silencio
y la mirada sigue suspendida
como buscando un camino de regreso a alguna parte,
como intentando creer que existe un lugar para volver.
Entonces miro el retrovisor
y veo penumbras que sólo evocan a la Otra.
¿Quién soy entonces?
¿Quién seré si no reconozco ni las manos que me visten?
¿Quién si no me atrevo a interrogarme?
Vacilo inútilmente,
son horas vanas las que se invierten en empresas metafísicas.
La vida aparece inmune al devenir si nunca tiene nombres.
Tanta libertad para no saber volar lejos,
para no conocer en dónde lloran las alondras si es que lloran
o de dónde vienen los ríos que bajan por las montañas
si es que bajan.
Si tan sólo pudiera mirar inquisitivamente
a mis propios ojos en la Otra
y hallar el mundo verdadero,
los días sin tribulaciones,
las pupilas alerta sobre los caminos,
el sosiego primero y último,
mi verdadero nombre.
Vuelvo al espejo,
-por única vez he vuelto a un sitio-,
no hay nadie.
Descubro entonces que es un juego estéril
de luces y de sombras
y que el problema es de horizonte y no de ocaso.
Soy la que siempre he sido:
la que no tiene identidad frente al espejo
porque prefiere el vuelo al verbo,
la que se inclina ante su Otra
para soltar las amarras,
la que se multiplica en las hojas de impúdicos bocetos
pero acecha los puntos finales,
la que un día
hacia la luz
abrió la jaula.